SOLO LOS HOMBRES BUENOS SE QUEDAN EN LA MEMORIA.
“…Ya no soy don Quijote, desde ahora soy Alonso Quijano el Bueno…”. Estas fueron las últimas palabras con las que el caballero de la Triste figura se despidió de este mundo dando testimonio vivo de que no hay ideal más sublime que llegar al tálamo de la muerte siendo BUENO, un millón de veces más bueno… buenísimo entre los buenos.
Y es que él no fue un loco, él… sencillamente, fue bueno.
“Caballero soy y caballero he de morir si place al Altísimo… Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno: si el que desto trata merece ser llamado bobo, díganlo vuestras grandezas…”.
Y es en esto precisamente donde radica el secreto del éxito universal de la obra de Miguel de Cervantes Saavedra, pues la historia del Quijote entraña en sí misma el misterio de la venida del hombre a la Tierra: EL CAMINO DE LA BONHOMIZACIÓN. El ser humano llega a este mundo repleto de molinos amenazantes como pilares de la maldad y cual caballero andante, intrépido y guiado desde lo alto, vence hasta en la última batalla en nombre del bien y la bondad.
Su popularidad sigue vigente hasta nuestros días solo por una razón: por estar basado en lo arquetípico, en lo inagotable, inmortal… Hay libros que nacen y mueren tan pronto como son leídos por su último lector, pero El Quijote, por estar basado precisamente en los arquetipos, ha logrado ser coronado con la inmortalidad, convirtiéndose más que sobradamente en un pergamino eterno:
“… Sé los innumerables trabajos que son anejos a la andante caballería, sé también los infinitos bienes que se alcanzan con ella; y sé que la senda de la virtud es muy estrecha, y el camino del vicio, ancho y espacioso; y sé que sus fines y paraderos son diferentes; porque el del vicio, dilatado y espacioso, acaba en muerte, y el de la virtud, angosto y trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se acaba, sino en la que no tendrá fin, y sé, como dice el gran poeta castellano nuestro, que: Por estas asperezas se camina de la inmortalidad al alto asiento…”.
¡Y he aquí sus perlas arquetípicas que ensartaron una de las más bellas historias escritas!
- Alonso Quijano. El habitante del cielo terrenal
Don Quijote encarna al alma universal que sin miedo coge la lanza de la verdad y lucha hasta el último aliento con el único objetivo de vencer las miles de manifestaciones del mal mundial: la usurpación, la mentira, la tergiversación, el egoísmo… Pero el verdadero mérito radica en el altruismo absoluto de tal hazaña, no llevada a cabo para cosechar gloria personal en una frenética persecución de medallas de oro en el campo de batalla.
Vencer para sí mismo no es nada, las victorias con tal pretensión mueren con uno mismo en el mismo lecho de la muerte… Cervantes trata aquí una finalidad mucho más profunda y excelsa: vencer en nombre de la humanidad, dejar un mundo mejor tras de sí, testimoniar que solo los hombres buenos se quedan en la memoria… “Los andantes caballeros habemos de atender más a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza; la cual fama, por mucho que dure, en fin se ha de acabar con el mesmo mundo, que tiene su fin señalado…”.
La visión divina del prójimo: Otra de las virtudes que dan testimonio de la figura de nuestro caballero andante como un alma ungida es la visión divina del prójimo. Existen dos maneras de ver al hombre: como un ser inmundo e insignificante, una nulidad venida de la nada, o como la misma Divinidad. Y El Quijote tiene la visión pura del ser humano. No ve en él a un pecador rematado o a ‘polvo que se convertirá en polvo’, él mira en lo más profundo y recóndito y con sus propios ojos ve que la divinidad habita en el interior de cada hombre, sabe que todo lo exterior no son más que envolturas transitorias e ilusorias, que los hechos o pecados de los hombres no pueden desterrarlos al ostracismo y a la condena, que en lo más hondo y oculto se halla la misma imagen indeformable de Dios. Cuenta de ello se da en el pasaje en el que Don Quijote libera a todos los presos de una cárcel, y ante las amonestaciones de un cura sobre que había liberado a consabidos delincuentes, él alega: “…a los caballeros andantes no les toca ni atañe averiguar si los afligidos, encadenados y opresos que encuentran por los caminos van de aquella manera o están en aquella angustia por sus culpas o por sus gracias; sólo le toca ayudarles como a menesterosos, poniendo los ojos en sus penas y no en sus bellaquerías. Yo topé un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, y hice con ellos lo que mi religión me pide, y lo demás allá se avenga…”.
Dar la vida por el otro: Si algo ha de definir a un verdadero caballero es la cualidad de aquel que es capaz de dar su vida por el otro, de morir por amor. Llegar a tal cumbre solo la pueden hacer aquellos que han vencido el miedo a la misma muerte; y llegar a tal victoria la consiguen solo los que han vivido consagrados al Altísimo y a la Sabiduría, aquellos que han vivido bajo una férrea lucha contra el mismo mal y su lenguaje viperino. Una de las maquiavélicas y refinadas arterías de este lenguaje es el halago, idioma que a priori parece inofensivo e incluso ‘bueno’, pero ponzoñoso para aquellos que conocen el mundo espiritual y sus leyes, según las cuales la adulación no es más que un arma pérfida para el desvío del camino recto de la bondad. Estos dos aspectos, dar la vida por el otro y el rechazo de este lenguaje astuto los aúna Cervantes magistralmente en el siguiente diálogo. Una hermosa mujer, la princesa Micomicona, comienza a alabar al Quijote y él la interrumpe para decirle:
Princesa: “…y en verdad que nunca tuve buen tiempo, y con todo eso, he llegado a ver lo que tanto deseaba, que es al señor don Quijote de la Mancha, cuyas nuevas llegaron a mis oídos así como puse los pies en España, y ellas me movieron a buscarle para encomendarme en su cortesía y fiar mi justicia del valor de su invencible brazo. -No más: cesen mis alabanzas -dijo a esta sazón don Quijote- porque soy enemigo de todo género de adulación; y aunque asta no lo sea, todavía ofenden mis castas orejas semejantes pláticas. Lo que yo sé decir, señora mía, que ora tenga valor o no, el que tuviere o no tuviere se ha de emplear en vuestro servicio hasta perder la vida”.
- Sancho Panza. El hermano fiel
En la imagen tierna de Sancho se encierra uno de los misterios más grandes de la obra: la fraternidad. El vínculo que une a don Quijote y Sancho Panza va más allá del formalismo impostado que cabría esperar de la relación entre un escudero y su amo. Don Quijote y Sancho unen sus vidas al calor del más noble de los objetivos, si bien con perspectivas dispares, ambos logran entretejer una unión cuyo único sostén es un amor puro, inocente y fiel hasta lo último. Tal amor transfigura el vínculo entre amo y escudero en hermanos que se adoran por encima de todo, que ponen su corazón como escudo vivo, que no temen morir porque ya entregaron sus vidas por amor… Son inseparables, están hermanados, son uno.
En una ocasión en la que Sancho habla sobre su amo con otro escudero, le dice a este:
“…digo que no tiene nada de bellaco: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna: un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día, y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga”.
Don Quijote jamás podría haber hecho lo que hizo sin Sancho, no podría haber intentado derribar ni un solo molino. La fuerza del hombre no reside en uno mismo, reside en la fuerza colectiva que nace de la fraternidad, del amor sin límites que se pueden profesar dos almas que se hallan en matrimonio divino, juntos y con toda la humanidad…
A pesar de reconocerse como un simple y en ocasiones rudo escudero, en él residía una sabiduría innata que no dejaba de sorprender al mismo don Quijote. Se da buena cuenta de ella durante su breve gobierno de la ínsula. Asimismo, recordamos como ante una de las muchas situaciones difíciles que ambos tuvieron que enfrentar, Sancho sugiere sabiamente a su querido amo: “Encomendémoslo todo a Dios, porque Él sabe de las cosas que han de suceder en este valle de lágrimas, en este mal mundo que tenemos, donde apenas se halla cosa que esté sin mezcla de maldad, embuste y bellaquería”.
- Dulcinea. La Dama Celestial
Miguel de Cervantes escribió su obra como él mismo dejó claro en su prólogo en contra de las ridículas obras de caballería. En el s. XVII, como en siglos anteriores, el amor reflejado en la literatura era el amor cortés, aquel regido por el romanticismo y la libido. Un amor que no puede crecer ni multiplicarse más allá de los ‘dos enamorados’, un amor sin futuro, sin perspectivas, un amor de este mundo gobernado únicamente por lo carnal y físico… “Advierte, Sancho -respondió don Quijote-, que hay dos maneras de hermosura: una del alma y otra del cuerpo; la del alma campea y se muestra en el entendimiento, en la honestidad, en el buen proceder, en la liberalidad…, y todas estas partes caben y pueden estar en un hombre feo; y cuando se pone la mira en esta hermosura, y no en la del cuerpo, suele nacer el amor con ímpetu y con ventajas…”.
Saavedra quiso reflejar el amor virginal a la mujer más hermosa del mundo: Dulcinea del Toboso, que es en verdad la misma Madre Divina. Ella es la personificación de la Madre Celeste que marca cada paso del caballero, es Ella la fuente de inspiración, el alimento de lo alto, la Guía, la que ampara incondicionalmente, la que en verdad vence en cada batalla. Es Ella la única espada y escudo del Quijote: “Sin el valor que Ella infunde en mi brazo no sería capaz de matar ni a una pulga, es el valor de Dulcinea el que toma mi brazo como instrumento de sus hazañas. Ella pelea en mí y vence en mí, y yo vivo y respiro en Ella, y tengo vida y ser”. Dulcinea es el eje central de la obra, y en verdad podemos extrapolar que solo Ella, la Dama Celeste, es el eje central de la propia obra de la vida de cada caballero, que sin Ella como Guía… jamás será posible la victoria.
En una ocasión don Quijote detiene a unos mercaderes en el camino y los conmina en voz alta a que afirmen que Dulcinea es la más hermosa. Estos se niegan alegando que no la han visto nunca, a lo que él responde: “Si os la mostrara -replicó don Quijote-, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender…”.
Miguel de Cervantes Saavedra no fue un escritor sin más o un soñador utópico que fantaseaba con un mundo mejor… Él conocía las ciudades-jardín y las leyes del universo del bien, conocía las reglas de la lucha espiritual y de las únicas armas con las que vencer: la misericordia, la lealtad, la intrepidez, la última verdad… Y lo más importante de todo, conocía a la Dama omnihumana y el estatuto de que sin Ella nada se puede lograr: “…porque quitarle a un caballero andante su dama es quitarle los ojos con los que mira, y el sol con que se alumbra… que el caballero andante sin dama es como el árbol sin hojas, el edificio sin cimiento, y la sombra sin cuerpo… y por ella viviré yo en perpetuas lágrimas hasta verla en su prístino estado”.
- Los molinos. La gran maquinaria del mal mundial
Los molinos no solo aparecen en el famoso pasaje de ‘Los Molinos de Viento’, los molinos están dispersos por toda la obra reflejando las miles de máscaras con las que se oculta la maldad. Empero, es en ellos donde Cervantes refleja abiertamente los pilares cementados de la gran maquinaria del mal mundial que aplasta y prohíbe el florecimiento de la bondad: “Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia… a la pereza…”.
Don Quijote entiende que no hay que simplemente luchar con la manifestación externa del mal, sino cortar de raíz el mal: el origen de todos los desastres de antes y de ahora… Porque de nada le sirve a un caballero luchar y parar las flechas lanzadas, si no conoce al tirador que las lanza.
- “Con la Iglesia hemos dado, Sancho”. La trampa religiosa
A lo largo de la obra Don Quijote, y sin menoscabo de su sobria integridad como caballero andante, no solo se enfrenta a los curas caracterizándolos como ladronzuelos, astutos o bribones, la cuestión es mucho más profunda e importante, en ellos Saavedra desenmascara las trampas de este mundo, los magos que con sus artimañas negras hipnotizan a las almas llevándoselas para sus tretas a su propia guarida… “…dijo el duque: ¿Quién ha sido el que tanto mal ha hecho al mundo? ¿Quién ha quitado del la belleza que le alegraba…?
—¿Quién? —respondió don Quijote—. ¿Quién puede ser sino algún maligno encantador de los muchos invidiosos que me persiguen? Esta raza maldita, nacida en el mundo para escurecer y aniquilar las hazañas de los buenos, y para dar luz y levantar los fechos de los malos…”.
- Los caballeros del bien y de la pureza
Y en este mundo actual, donde imperan los conflictos bélicos y pareciera que nos encontramos en la antesala de la tercera guerra mundial siguen siendo igual de necesarios los caballeros andantes cuya bandera sea la de la paz… “Las armas tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida…”. Y existir, existen, en verdad nunca han desaparecido tales caballeros. Y hoy en día es Juan de San Grial el mismo Cervantes y el mismo Quijote del s. XXI. Quijote porque ya se enfundó la armadura y tomó el escudo y la lanza para salir al campo de batalla y Cervantes porque es aquel que tiene la pluma del Altísimo con la que escribe el nuevo destino de los caballeros guiados por la Purísima.